Descanse la mirada en el montículo
blanquecino más cómodo que atisbe en el lomo de la nube amorfa desde las 2 de
la tarde.
Desde el norte, el corte de
cabello de la hierba azulacea que los mastines espaciales hicieron en la
matiné; por el sur, un baile de palmeras en éxtasis de amor; olor a mañana en
los recién horneados amasijos de maíz, por
donde sale el sol; una niña, dos canarios, un gato, ahora solo la niña y el
gato, por el occidente.
En el centro de la plaza del
Delluxe, tiendas en jatas de colores palestinos, butacas rojas de 4 metros menos
1, sal en la mesa. Sentado en la cama que hay en la plaza, sentado en lluvia
vegetal, avisté luz y primavera y el olor a gallinas cocidas en guisados de
lunes, matambres y wasabi, en los túneles de un tabique roto.
Mojaron los oídos las lágrimas
musicales de una guitarra violada en la tarima del bazar; en tanto en luz
contemplé invierno, las pieles del león de nemea endurecieron el orgullo; barrotes
de prisión como premio por la cabeza de la radio y de la voz, que robe junto
con la canción 402.
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