Tropezó en la
tarde Alhambreña que huele a noche, con ella.
Labios de fresa, cereza o frambuesa, al instante -de hecho-
terrible jaqueca; atavíos negros en el funeral de las neuronas; rojo rubí, rojo
carmesí, rojizo carmín, labios flor de alhelí.
Logró atisbar
cuando parapetó sobre unas lentes 4x y le extendió un dibujo afable de sí mismo
para que le dejase ver ojos que no fueran de ratón.
La chica de pómulos
ruborizados, bailotea sin pena ni gloria en las alas del sombrero de El
Montaraz y solo de vez en cuando arruina sus botas; no es necesario pedir perdón,
con una calamaresca sonrisa vertical es suficiente.
Ella es cabeza
de jabalí, un frio misterio que aun en la lluvia de abril hace transpirar; ella
lo rescata del exilio sabinesco de 19 días y -casi- 500 noches y cuelga
en la raya tiza de su solapa derecha un pase dorado para la arena de las 4
y cuarto, la nueva arena, ¡fighting time!
Cual sombra
que se esfuma de la luz, sucinta se desvanece del retrato de la multitud
arrabalesca, y se lleva el rímel de ébano en sus ojos sin que acaso El Montaraz se espabile.
Él se perderá
de tanto caminar, de buscar un nombre y un lugar, un olor y una nueva verdad,
otro color de realidad. Mas ahora -y habiendo hablado con las letras vivas del artículo de
un año muerto- feliz estará de extraviar sus pasos en otro sendero, y de
desandar del camino de rosas amarillas, que como venda a los ojos por poco no
marchito.